Hace días me puse a pensar en la inmensidad del amor a Dios comparado con el amor que le tenemos a él.
Amar a Dios es un acto profundo que trasciende la mera emoción o costumbre. Es una entrega plena del corazón, la mente y el alma.
Amar a Dios implica reconocer su presencia en todo. Es verlo en la creación: el amanecer que pinta el cielo, el abrazo de un ser querido, incluso en los momentos de silencio donde el alma encuentra paz.
Este amor nace de la gratitud, de entender que cada instante es un regalo, un soplo de su bondad infinita.
A veces olvidamos decir ¨gracias¨ pero amar a Dios es volver a ese agradecimiento, incluso en los días grises.
Amar es confiar en Él, especialmente en la incertidumbre. La vida está llena de preguntas sin respuestas, de dolores que no explican su propósito. Amar a Dios no significa tener todas las soluciones, sino descansar en su voluntad. Sabiendo que su amor es más grande que mis temores. En Dios se da un amor recíproco: Él me sostiene y yo confío.
Amar a Dios es amar al prójimo. No se puede separar uno de lo otro. Jesús lo dejó muy claro: amar al vecino, al enemigo, al marginado, esto es amar a Dios en acción.
Amar a Dios es buscarlo en la intimidad, en la oración y la meditación de su Palabra.
Querido lector ¿Qué tanto amas a Dios? ¿Cómo amas a Dios? ¿Qué acciones demuestran tu verdadero amor a Dios?
Pensemos…